Caí de
rodillas frente a la cueva que se había llevado a mi Daniel, el anciano-lider
me había permitido acercarme ahí cruzando la tribu y rodeando el paso de la
montaña, algunos habitantes de la tribu me veían con lastima, ahora sollozaba
de un modo patético murmurando su nombre.
El
anciano-lider se posó tras de mí de pie y me explicó que dentro de esa cueva
había comida y agua suficiente para alimentar a muchas personas y que no había
nada que retuviese allí a los prisioneros, que todo era causado por la
oscuridad –La oscuridad trastorna la mente y juega con los sentidos – Había pronunciado
en un tono leve y yo con un asentimiento aun más leve le había respondido: - Eso
no traerá de vuelta a Daniel -.
El
anciano se había ido sin decir palabra alguna mientras yo me quedaba pensando
en la voz de Daniel gritando mi nombre al morir y en la posibilidad que había
tenido de salvarlo, y a pesar de haber pasado días de esto ahora era cuando sentía
la agonía de su perdida.
-Sígueme
– La voz suave de una mujer me llamó, me puse de pie atolondrada y la seguí
hasta una cabaña hecha de grandes hojas de árbol, matorrales y pequeño maderos
cilíndricos, la cortina de hojas me permitió el paso, la suave luminosidad del
día alumbraba la habitación permitiendo el paso de los rayos solares.
Dentro
de la choza, sobre un par de hojas de banano y cubierto por ciertas hierbas, un
hombre yacía respirando con tranquilidad y observándome, caí de rodillas a su
lado, su ojo izquierdo lo cubría una planta medicinal amarillenta y al sentir
el tacto de su mano sobre la mía lo entendí, era él.. Mi tierno y dulce Daniel.